Hay circuitos de carreras que son historia de la competición, que han albergado en su largo camino numerosas pruebas que han ido forjando su propia personalidad. Trazados plagados de recuerdos, buenos y malos, que forman parte de la esencia del automovilismo. A veces, los calendarios son caprichosos y acuerdan que varios de ellos celebren sus competiciones más importantes el mismo fin de semana. Es el caso de Nürburgring, Mónaco e Indianápolis.
Para bien o para mal, las 24 Horas de Nürburgring, el Gran Premio de Mónaco y las 500 Millas de Indianápolis tienen lugar este mismo fin de semana. Tres de las carreras más importantes del mundo y que son, a su vez, las de mayor rango en sus respectivas pistas. Forman de esta manera un fin de semana mágico en el automovilismo, que con la retransmisión actual de carreras a través de diferentes plataformas permite a los aficionados verlas sin problema allá donde estén.
Nürburgring mantiene intacta la esencia de su largo y longevo circuito a través de las montañas del Eifel alemán gracias a su carrera de un día de duración. 24 horas en las que los pilotos disfrutan y sufren del trazado completo de las instalaciones germanas, dándole vida un año más al legendario Nordschleife. Los mejores pilotos del mundo de GT y las máquinas más prestacionales tienen su cita obligada para batirse en duelo a través de los bosques y sobre los ya no tan eternos graffitis.
El reasfaltado general que ha experimentado el Nordschleife se ha llevado por delante una parte de la historia de la pista. Es cierto que prima la seguridad y competir en este trazado plagado de trampas es una bendita locura en la que, al menos, hay que buscar cualquier resquicio para que el posible accidente sea lo menos costoso posible. Las pintadas, dibujos y palabras que surcaban su negro alquitrán daban una nota de color diferente, tanto al ver los veloces GT3 pasar como cuando los TCR destilaban toda su potencia al sprint.
El WTCR regresa de nuevo a un circuito que se ha convertido en paso obligado desde que hace ya que unas cuantas temporadas atrás se estrenaran rodando por el Nordschleife. Por aquel entonces, a casi todo el mundo le pareció una salvajada que se les podía ir de las manos, pero el tiempo ha dado la razón a la organización y lo cierto es que ver a los TCR rodando por estas curvas míticas del automovilismo es un sencillo espectáculo.
Tanto como lo es ver a los Fórmula 1 rozar los guardarraíles de Mónaco. Los monoplazas ya no visitan el Nordschleife, hace años que su huella quedó restringida al GP-Strecke de Nürburgring. En aquel 1984 en el que la F1 volvió al Infierno Verde, se llevó a cabo una carrera con diferentes pilotos de varias épocas del automovilismo en la que triunfó un joven Ayrton Senna al volante de un Mercedes 190E. Fue la manera de celebrar el regreso a Nürburgring, aunque en una versión mucho más corta y mucho más segura, a la vez que la marca de Stuttgart daba uno de sus pasos hacia el retorno a la competición. El ciclo había cambiado, pero la personalidad del circuito urbano monegasco seguía intacto.
Ni la seguridad ni absolutamente nada iban a poder con el placer de ver cómo los mejores pilotos del mundo subidos en las máquinas más avanzadas tecnológicamente se batían el cobre entre muros. El Gran Premio de Mónaco es una joya del automovilismo que es clave preservar, más aún cuando aparecen otros actores de indudable atractivo que pugnan por su puesto. Nadie ha conseguido igualar ese espectáculo, que debe mantenerse para siempre como un valor de incalculable valor que hace de las carreras de coches algo todavía más impresionante.
Los muros son una característica que, unido a la estrechez de las calles de Mónaco, le dan a su Gran Premio ese toque distintivo. Ayrton Senna pudo comenzar su leyenda ganando aquella carrera promocional en Nürburgring, pero fue en las avenidas, túnel, cruces de calles y plazas del pequeño país mediterráneo donde la forjó a fuego, ganando carreras con una soltura que para otros pilotos de la misma parrilla era una auténtica quimera. El brasileño tomó el testigo de aquel al que conocieron como Mister Monaco: Graham Hill.
El británico hizo del Gran Premio de Mónaco su cortijo particular, amasando victorias cuando otros no podían esquivar las trampas del trazado. Tres victorias de cinco fueron consecutivas, deteniendo esa suma de triunfos el año en el que cruzó el charco para irse a ganar la otra gran carrera que nos falta, las legendarias 500 Millas de Indianápolis, la decana de todas ellas. La gran prueba americana en la que Hill alcanzó la gloria en su camino hacia la Triple Corona.
El circuito de Indianápolis ha cambiado mucho en todos estos años, más de cien con los que contar gran parte de la historia del automovilismo. No ha variado su diseño pero sí su estructura general. La pista de tierra fue adoquinada y se le añadieron peraltes a las curvas para que los coches pudieran pasar más rápido e incrementar así la seguridad. Posteriormente, el asfalto se erigió como la mejor solución, sustituyendo a los ladrillos que todavía hoy quedan en la línea de meta preservando la esencia de lo que una vez fue.
De ello saben mucho en Indianápolis, una historia sobre la que se asienta el misticismo de una carrera que cada año genera una atención mediática tan bestial que da la vuelta al globo. Numerosos aficionados se juntan para vivir el espectáculo de los monoplazas estadounidenses superar de manera constante durante más de dos horas y media la barrera de los 300 Km/h entre muros de hormigón. Vueltas y vueltas en las que la velocidad se conjuga con las batallas cuerpo a cuerpo para generar cantidades ingentes de adrenalina a cada vuelta.
No se podría comprender el automovilismo sin la existencia de las 500 Millas de Indianápolis, pero tampoco sin el Gran Premio de Mónaco y las 24 Horas de Nürburgring. Cada una en su parcela y disciplina hacen de las carreras de coches un valor que impregna cada poro de la sociedad, mucho más de lo que a simple vista parece. Una riqueza que debemos conservar y con la que seguimos disfrutando cada fin de semana mágico en el mes de mayo.