Cientos de aficionados se agolpan detrás de las barreras. Los motores empiezan a rugir y ¡arranca la carrera! Todos los coches se dirigen raudos hacia la primera curva. ¿Todos? ¡No! Uno de ellos no ha salido. Su piloto ha declinado participar. ¿La razón? La seguridad del circuito. Los guardarraíles no están bien fijados, según él, y prefiere no jugarse el cuello. El resto decide continuar. Las protecciones se han revisado durante todo el fin de semana, y aunque el circuito es peligroso, no hay motivo para creer que lo es más que el resto de pistas en las que compiten durante el año.
La marabunta de gente aplaude y grita al paso de los potentes bólidos que surcan las calles de la Montaña Mágica. Están disfrutando. Todo el mundo lo hace. Los pilotos, los primeros. El liderato se lo están jugando por muy poco. Cualquier error y adiós a la carrera. Es preferible mantener y conservar que atacar, pero… ¡Son pilotos! Competidores natos que no entienden de guardar la mecánica. Quieren ganar y cada vuelta que pasa hay menos oportunidades de dar caza al rival de delante.
Y el público lo disfruta. Familias enteras se han acercado a Montjuïc para presenciar uno de los mayores espectáculos del mundo. El hombre y la máquina contra el asfalto y el reloj. Los niños disfrutan como adultos. Y los padres lo hacen como si volvieran a ser niños otra vez. La afición a las carreras no entiende de edad, y el olor a gasolina y goma quemada envuelve Barcelona en un ambiente festivo que embriaga a todos. Se respira felicidad emanada de los brutales motores de explosión que suben y bajan de revoluciones en un contínuo carrusel de emociones.
¡Pum! Un golpe seco se siente varios metros más allá de la recta de meta. Sin visión en directo, no parece un choque más serio que cualquier otro en un circuito urbano. Pero pronto, la noticia se extiende. Un coche ha perdido el alerón trasero, impactando contra los guardarraíles, destrozándolos y saltando a la parte posterior de ellos. Hacia el público. No se sabe bien qué ha sucedido, pero la preocupación se extiende como la pólvora. La felicidad ha terminado.
El accidente ha sido serio y poco a poco se empieza a conocer la gravedad del suceso. Hay muertos. No uno, sino varios. El automovilismo, en poco menos de una hora, ha pasado de mostrar su cara más amable y divertida a su faz más trágica y dolorosa. La entropía ha aumentado de manera exponencial sin previo aviso y el caos se desata como alma que lleva el diablo. Sin embargo, la carrera no se detiene. La batalla sobre el asfalto continúa mientras las asistencias se apresuran a socorrer a los heridos.
Con el público centrado en otros menesteres, prestando atención a lo que sucede junto a un guardarraíl tras el rasante, los pilotos que luchan por la victoria siguen a la suya. El alemán presiona al belga. Quiere la victoria pero no está siendo nada fácil adelantarlo. Finalmente, con gran esfuerzo y sudor, termina colocando su coche por delante. Al pasar por meta, la sorpresa le invade. El Conde de Villapadierna está ondeando la bandera a cuadros.
Y en efecto, la carrera se para. No se puede continuar después de lo que ha sucedido. El piloto germano es el ganador de una prueba que será recordada por las generaciones presentes y futuras por la tragedia que la ha protagonizado. Poco triunfo hay en ello, a pesar de lo importante que siempre supone ganar un Gran Premio. El último que ha visto la montaña que preside el puerto de la Ciudad Condal. Pero también, el primero que ha visto a una mujer puntuando en una carrera válida para el Campeonato del Mundo de Pilotos.
La italiana ha terminado en sexta posición, pero la paradoja ha querido que ni siquiera haya sumado un punto. Para una vez que una fémina lo conseguía… Con las pocas mujeres compitiendo, la probabilidad ya es baja de por sí, pero si encima no consigue el punto entero, para de contar. El caso es que al detener la prueba y dar las posiciones en carrera como resultados definitivos, sin completar la distancia mínima para el reparto del total de puntos, únicamente se reparten la mitad. De ahí que la piloto transalpina puntúe, pero sin sumar el tanto entero.
Las ambulancias llegan al punto crítico del circuito. El caos reina en el ambiente. Los médicos, enferemeros y voluntarios se afanan por atender a todas las personas afectadas. Y por tratar de evitar más muertes. Finalmente, son cuatro. Cuatro personas que se despiden para siempre de este mundo por un maldito alerón que quiso desprenderse de su coche. Se despiden como lo hace el circuito de las carreras de coches. Las cuatro ruedas separan su camino de Montjuïc. Se marchan de la Montaña Mágica para no volver.