El automovilismo que nosotros conocemos nació en calles y carreteras nacionales. Tenemos que irnos 140 años atrás en el tiempo para recordar la París-Rouen, que marcó un antes y un después en el arte de competir con vehículos a cuatro ruedas y un motor incrustado. Quién nos lo iba a decir, hoy por hoy podemos seguir disfrutando de esta disciplina por las mismas aceras que, a diario, usan habitantes de algunas ciudades para ir a comprar el pan o simplemente pasear.

Bien es cierto que los circuitos urbanos al uso están pasando por una época curiosa. Quizás hasta enrarecida. Evidentemente, eso de las carreteras nacionales suena un poco a pretérito perfecto simple pero, a pesar de esto, hay algunos benditos chalados que todavía se congregan en eventos como el de Palanga, en la ciudad lituana de mismo nombre, para pilotar en una autopista. Sin medias tintas: corren en la autopista y repostan en las gasolineras a cada sentido. Esto, claro, nos deja con trazados urbanos que tienden a usar principalmente calles.

Los megacircuitos urbanos del siglo XXI

¿A dónde llegamos con esto? Pues a ejemplos como Mónaco, claro, o Pau y Macao. Calles, avenidas y callejones si gustáis. Son casos que encajan más dentro del concepto algo más místico del circuito urbano y no tanto del circuito «urbanita» que tanto ha puesto de moda la Fórmula 1, con macroinstalaciones e inversiones colosales para albergar un evento al año. En su propio mundo, tirando a ecológico, la Fórmula E llega a un emplazamiento dispuesto para montar sus edificios prefabricados o utilizar instalaciones ya existentes y adaptarse al medio, si bien es cierto que, irónicamente, ¡parecen estar escapando de los circuitos urbanos! Eso, o buscando un punto intermedio entre permanente y callejero.

El siempre espectacular circuito de Mónaco. © Daniel Atán Romar (El Acelerador)

Si nos paramos a analizar en qué clase de pistas se ha transformado el concepto de urbano, al menos en términos «formulaunísticos», la escala se ha disparado enormemente. Mónaco o los antiguos Long Beach y Adelaida se quedan escuchimizados en comparación con mastodontes como Bakú, Las Vegas o Jeddah, dejando a un lado la ingente diferencia de presupuesto que implica armarlos. Marina Bay, que casi roza las dos décadas en el calendario, más de lo mismo.

La Fórmula E, en su camino de proponer pistas al alcance de cualquier transporte urbano y cumplir la normativa de la FIA que impide dejar edificios residenciales dentro de la cuerda de los trazados, tiene su propia filosofía. Con todo, parece debatirse consigo misma si sale a cuenta o no. Ha abandonado emplazamientos como Paris, Roma, la misma Long Beach o Punta del Este para encaminarse a formatos como el de Berlín, con toda una señora terminal de aeropuerto transformada en parque público para jugar; Londres, con la particularidad de ser el único trazado que mezcla exteriores e interiores o Jakarta, que en resumidas cuentas también ha adoptado un terreno baldío como suyo. Ciudad del Cabo, un invento fantasioso, descartado.

Preparaciones previas a una de las carreras en el ExCeL de Londres. © Daniel Atán Romar (El Acelerador)

Si lo pensáis, todos estos maravillosos tinglados parecen quedar al margen de la Península Ibérica. Según algunos, casi que mejor, considerando los más cercanos antecedentes. Si bien hace no mucho se llegó a rumorear la disputa de un ePrix en Málaga, rememorando esos locos años ’80 en España con el inexistente Gran Premio de Fuengirola, hay que irse al inenarrable Valencia Street Circuit para encontrar un caso tangible en el automovilismo. Evidentemente, a falta de saber si el invento de la Fórmula 1 en Madrid sale a buen puerto o se hunde en hormigón antes de nacer. ¡Y eso que en España hemos tenido delicias como Montjuïc y genialidades como Bilbao!

Pero, ¿qué pasa si nos asomamos más allá del río Miño y vemos cómo están las cosas en nuestro país vecino? Portugal, para ciertas cosas, parece decidida a mantenerse en el pasado porque, a veces, es evidente que vivir en el pasado es vivir mejor. Se atrevió en su día a proponer un circuito urbano en Oporto para albergar al Campeonato Mundial de Turismos, lejos ya de su periplo histórico en Fórmula 1 en las dos grandes ciudades lusas pero, incluso en esa época, ya existía un lugar especial con una historia tan monstruosa como legendaria. Como citan los comics de Asterix y Obelix, «Una aldea poblada por irreductibles galos ―¡lusos!― resiste, todavía y como siempre, al invasor.»

Descubriendo Vila Real

Una vez llegas a esta localidad portuguesa, sabes que estás llegando a un lugar que respira automovilismo por todos y cada uno de sus poros… o adoquines de piedra, tan típicos en nuestro país vecino. La gente vive entusiasmada por un evento que, aunque ha cambiado en forma varias veces, sigue conllevando que casi todo el lugar se paralice y se dedique a admirar la competición por sus calles, viva desde 1931 y solo detenida en contadas ocasiones por fuerza mayor. Vila Real es muy particular, una rara avis como pocas en nuestros tiempos y, honestamente, no hay mejor definición para este lugar que… portugués.

El trazado, una calle más de Vila Real. © Daniel Atán Romar (El Acelerador)

El circuito se encuentra separado del casco antiguo por el río Corgo, protagonizado por una zona verde repleta de espectaculares acantilados que ya te avisa que esta zona de Portugal, orográficamente hablando, muy plana no va a ser. Y se refleja muy bien en la pista. Sin ir más lejos, la entrada a meta está protagonizada por una poderosa pendiente en bajada rematada en la famosa rotonda que, en la época del WTCC y WTCR, llegó a ofrecer la norma de una ‘joker lap‘. Hoy por hoy, siempre tienes la posibilidad de irte recto a la izquierda, más natural considerando la curva, que es a derechas en primera instancia.

A partir de ahí, siempre se navega por curvas y zonas seseantes que suben y bajan hasta el par de puntos clave de la pista: la curva do Boque, la chicane de Mateus ―nombre que viene de la iglesia que preside la misma― y la salvaje chicane da Araucária, en bajada después de la recta de Mateus, la más larga del trazado. Trepidante, desafiante y vertiginoso, independientemente de recorrerse con un turismo, un monoplaza o lo que se tercie, puesto que Vila Real no hace ascos a absolutamente nada que tenga cuatro ruedas. Prueba de ello fue el evento de este año, conocido técnicamente como el 53º Auditiv Circuito Internacional de Vila Real.

Los impresionantes Prewar Sport Cars, exprimidos al máximo. © Daniel Atán Romar (El Acelerador)

Un año más, Vila Real cumplió su papel de prueba ansiada por campeonatos nacionales. Aunque en origen iba a estar destinada a albergar carreras exclusivamente de clásicos, principalmente de categorías lusas de diversa potencia y época con el regalo de un par de visitantes de la exquisita Peter Auto, también se armó la Taça de Vila Real, que resultaría en una mini copa Porsche con dos o tres actores extra. Daba igual. Aunque hubiese sido una maratón de 30 personas trotando, habría impresionado de la misma manera o, al menos, así resultaría a ojos de quien escribe estas líneas. Por fortuna, los pilotos congregados tampoco dijeron que no al espectáculo.

Siendo un evento cuya pasión arde con fuerza y congrega a pilotos, vecinos y extranjeros en gradas y paddock, ubicado en la avenida próxima al teatro que sirve de centro de operaciones, no es de extrañar ver retrovisores volando por rozar el muro con todo el ímpetu posible sin dañar la mecánica. Por ser, tampoco resulta extraño ver andamios montados en los viales de la pista, que se funden con muros de viviendas y caminos peatonales, para formar gradas improvisadas.

Tal y como se ha dicho, un circuito portugués muy portugués. Porque la inventiva, aunque no conoce fronteras, en Portugal tiende a ser más llamativa que en otros puntos del mapa. Que se lo digan a los aficionados del Mundial de rallycross en Montalegre que, a falta de motores térmicos, llevaban motosierras para hacer ruido.

Participantes de la categoría Super Legends durante una carrera. © Daniel Atán Romar (El Acelerador)

El gran resumen que se puede obtener de un evento de estas características es que los aficionados al automovilismo somos muy afortunados de contar todavía con casos así. Son circuitos que se deben cuidar y proteger, sobre todo después de haber atravesado hace no tanto una pandemia que arroyó iniciativas de esta índole y echó cal viva sobre las cenizas.

Son pequeños reductos de épocas pasadas mimados por la pasión de una ciudad que, aún siendo relativamente pequeña, es capaz de cautivar a personajes del tamaño de Carlos Tavares, CEO de Stellantis, que compartió pista con Jean-Philippe Imparato, CEO de Alfa Romeo y también Jean-Marc Finot, responsable en su día de los programas deportivos de Citroën o Peugeot, y esto sin entrar en grandes protagonistas del panorama portugués como Luís Barros en su Ford Sierra RS 500.

Irónicamente, también rascamos de estas líneas un ligerísimo runrún del propio Tavares, que mencionó en medios locales que, de estar en su mano, no dudaría en aportar su granito de arena para buscar que en el circuito de Vila Real aterrizase… la Fórmula E. ¿Quién sabe? La vida da muchas vueltas.