El cansancio se acumula en tu cuerpo. La batalla está llegando a su fin pero aún queda un último momento de tensión. Si lo superas, la gloria será tuya. Tuya, de tus compañeros y de todo tu equipo que se muerde las uñas en el garaje. Faltan cinco minutos y unos segundos para que este sufrimiento acabe. Sí, sufrimiento. Te gusta y lo padeces al mismo tiempo. Los graffitis que adornan el negro asfalto pasan a toda velocidad pero tú no puedes leerlos. Estás concentrado en ganar.

El otro Mercedes viene detrás. Cada vez está más cerca. Tú sigues apretando el pedal hasta el fondo con la esperanza de que cuando pases por meta veas la bandera a cuadros. Esa será tu salvación. Cuentas lo que te falta para llegar justo pero las matemáticas no están de tu parte. A ese ritmo tendrás que dar otra vuelta. “¡Maldita sea!”, maldices dentro del casco pero nadie puede oirte. Sólo el potente bramido de tu V8 corta el silencio dentro del habitáculo. Y no es poco, es lo único que escuchas. Y pides que aguante hasta el final.

Todavía queda una opción a la que agarrarse. Si el tráfico de coches doblados es benévolo, podrás mantener el ritmo y quizás no te pueda alcanzar. Es un quizás poco optimista. Y lo sabes. La pista es muy estrecha y adelantar supone siempre un riesgo. También para él, pero tú eres el que va delante. Eres su presa, huele a sangre y viene a por tí. Sigues pisando el acelerador. Tus suelas se desgastan de la presión y tu cuerpo te pide un descanso que hace horas que debiste darle. Pero no puedes. Tienes que aguantar como sea.

El Mercedes galopa hacia la línea de meta. ¿Llegará y ganará?

De repente ves los doblados. Pero ellos a tí no. Van a adelantarse entre ellos, buscas el hueco pero no se puede pasar. No cabe el coche. Frenas. ¡En una de las zonas más rápidas! Esperas y te metes en cuanto puedes. Pero es tarde. El otro Mercedes ha seguido con su velocidad imparable y está muy cerca. Y más doblados delante. Se apartan como pueden pero tu hemorragia de tiempo no hay quien la corte. Está encima tuyo. Quedan unas pocas curvas y estarás en la recta de meta.

Trazas los virajes y aceleras a fondo. Lástima, todavía te falta una vuelta más para acabar. Has pasado por meta con tiempo de carrera. Si hubieras ido más lento, habrías completado las 24 horas con el tiempo justo para ganarlas. “Por qué he corrido tanto? Podría haber ido más lento y las cuentas habrían cuadrado”. Conoces la respuesta. ¡Porque es una carrera! No puedes ir despacio, tienes que ir lo más rápido que puedas y así lo has hecho siempre.

El otro Mercedes te está presionando, te tira las largas, los molestos flashes que tanto odias. Se pone a tu rebufo, sabes que te va a atacar. Intentas protegerte pero su ritmo es mejor que el tuyo y no puedes hacer nada. Se empareja, le cierras y el toque es inevitable. Él tiene el interior y tú sales despedido hacia la escapatoria. Has perdido. La rabia te invade. No hay nada que hacer.

El tráfico, ese difícil compañero de viaje en Nürburgring.

La amargura se hace contigo, condiciona tu última vuelta. La victoria se te ha escapado de los dedos cuando ya la estabas tocando. Pero por esto corremos. Porque la sensación de ganar es como una droga de la que no te puedes desenganchar. Y aunque hoy has perdido, otro día tomarás la revancha y el dulce sabor del triunfo te impregnará como ahora lo hace el cabreo. Queda una vuelta, algo más de veinte kilómetros. Pero para tí, la aventura ha terminado. Ahora puedes consolarte leyendo los graffitis.